Sentada en aquel sillón tan familiar, la vieja tela desgastada de tanto uso, en aquel salón que olía a hogar leía incansable las palabras que un día habían compartido.
Me das tu cuerpo patria y yo te doy mi río
tú noches de tu aroma / yo mis viejos acechos
tú sangre de tus labios / yo manos de alfarero
tú el césped de tu vértice / yo mi pobre ciprés
Envuelta en la seda de la bata se estremecía al recordar su voz. Su cuerpo había sido exactamente eso, la patria de él, su territorio conquistado, su propiedad. Sabía sin hablar que hoy su ausencia era su desarraigo, que sin su piel él era un apátrida perdido y solo. Sentía su angustia como propia, unidos aún por el vinculo umbilical que habían desarrollado.
Ella había sido rescatada. Su madre y su hermano habían irrumpido en la casa sin ningún decoro, arrastrándolo todo a su paso, como entra un torrente de agua brava en una cueva subterránea.
Reconocía que la escena que encontraron era cuando menos un tanto bizarra. Arrodillada ella en el centro de la sala, desnuda, los brazos atados a la espalda. Inclinada sobre sus muslos con la cabeza apoyada en el suelo, su ano expuesto y dilatado por el plug. Las marcas en su espalda aún recientes, que resaltaban sobre el mapa de otras más antiguas.
Su madre había soltado un grito desgarrado. Su amante había tardado unos segundos en dejar de recitar versos. Su hermano había saltado sobre él como un tigre soltando un improperio y ella se había alzado en un gesto brusco haciendo que saltaran las pinzas encadenadas que unían sus pezones y su sexo, arrancándole un lamento que se unió a aquel coro de sentimientos encontrados. Amor, furia, sorpresa, ira, vergüenza, incomprensión, cada cual emitía su canto enajenado.
La sangre corría a raudales por la nariz de su amado tras el certero puñetazo de su hermano. No se había defendido, sabía que aquellas personas eran parte de ella y él nunca la dañaría aunque eso significara perderla. La envolvieron en mantas y la arrastraron a casa.
A casa.
A casa.
Esa no era su casa. Su hogar, su verdadero hogar era él. No conseguía hacer entender a su familia que aquella era su elección. Ellos sí la esclavizaban con sus barreras morales. Ellos sí la sometían a sus paradigmas de lo adecuado, lo correcto, lo bueno…
No había respeto, limites ni contratos. La habían encerrado, la habían obligado a ver a aquel fantoche de psicólogo que trataba de desentrañar sus taras. Nadie podía entender en aquel universo hipócrita que ella como adulta libre había escogido amar, pertenecer y disfrutar más allá de convencionalismos absurdos.
me das tu corazón ese verdugo
y yo te doy mi calma esa mentira
tú el vuelo de tus ojos / yo mi raíz al sol
tú la piel de tu tacto / yo mi tacto en tu piel
Tantas veces había oído esos versos de sus labios. Tantas noches de caricias después de una sesión. Aún podía sentir los latidos de su piel tras liberar las ataduras. La explosión de sus orgasmos cuando el la dirigía hacia el súmmun del placer. La maestría con que la tocaba acariciando siempre el punto adecuado de su cuerpo. Cómo renunciar a eso por ellos. No podía, no quería.
Llevaba un mes en la casa. Viéndola sumisa y dócil su madre había relajado las medidas de seguridad. No había sido difícil encontrar una copia de la llave. Recordaba bien la manía familiar de esconder una llave encintada en el alfeizar de la ventana de la planta baja, por si acaso.
No quería hacerles daño. No sabía que otra cosa podía hacer. Se apagaba día a día sumida en una tristeza insondable y mantenía la esperanza de que algún día podrían entenderlo.
me das tu amanecida y yo te doy mi ángelus
tú me abres tus enigmas / yo te encierro en mi azar
me expulsas de tu olvido / yo nunca te he olvidado
te vas te vas te vienes / me voy me voy te espero.
Leyó los últimos versos, paladeandolos, consciente más que nunca de su cruel realismo. Él la esperaba, la esperaría siempre.
Cerró el libro con cuidado. Subió a su cuarto, el mismo que desde niña había sido su refugio y que ahora encontraba tan ajeno. Cambio su bata por una gabardina que vistió directamente sobre su entera desnudez. De un cajón escondido rescató su collar y lo ciñó al cuello. Ardía en deseos de que la correa que le hacía juego completase el conjunto, pero para ello tendría que esperar a encontrarse de nuevo postrada ante él.
Una nota garabateada en la cocina y un portazo que sonó como un adiós, un eco que retumbaba repitiendo: no me busquéis, soy libre, no pertenezco a nadie más que a quien yo misma me entrego.
Su madre al llegar lo supo, las paredes se lo susurraron mucho antes de dejar caer su bolso y coger la nota.
«Vuelvo a casa. Os quiero. Adiós.»