Barbazul tenía un par de cajones que yo no podía mirar. No hacía falta una llave para cerrarlos; la llave era el miedo. Barbazul podía azotarme con la fina vara de madera que me llenaba los ojos de lágrimas; yo podía descubrir cosas que preferiría no haber sabido.
Cuando me ataba a la cama y me vendaba los ojos, escuchaba el sonido de los cajones abriéndose y las manos de Barbazul revolviendo en el interior. Nunca sabía qué es lo que iba a ocurrir. Podía ser que algo restallase repentinamente contra mi piel: el sibilante siseo cruzando el aire y zas, una miríada de puntos de aguja sobre la piel. A veces era un sonido rotomecánico el que me avisaba del próximo cosquilleo que sentiría sobre alguna parte de mi cuerpo o incluso en el interior. Otras veces no había ningún sonido que me diese pistas y las sensaciones se producían directas y abruptas, clap, como una pinza mordiendo mis pezones. Una bola en la boca y me quedaba babeante, sin recursos.
Los cajones siempre estaban cerrados cuando yo volvía a ver, hablar y moverme; pero sobre la cama quedaban los objetos, mudos e inertes, despojados de misterio, a veces incluso absurdos. Yo los limpiaba entonces, con el empeño y la alegría de un ama de casa que no conoce otra actividad para sentirse útil.
Un día Barbazul simplemente olvidó que mirar el interior de los cajones estaba prohibido para mí. Quedaron abiertos y su contenido expuesto ante mis ojos. Todos los objetos estaban meticulosamente dispuestos como en un expositor: las fustas y los gatos debidamente extendidos, las cuerdas y cadenas enrolladas limpiamente, los vibradores en sus estuches, las pinzas en fila. Allí estaba también el pequeño vibrador con mando a distancia que habíamos comprado para mí.
Entonces, él empezó a odiarme. Y yo, a pensar en todas las mujeres que había en el cajón.